Publicado el 7 de Enero, 2006, 22:48
![]() Hay ciertas cosas que la realidad no te entrega si no sabes esperar. Víctor Erice. Erice es uno de los creadores más importantes del cine español. Que tenga una obra escasa no desmerece su valor (ahí tenemos a un Juan Rulfo, que con sólo dos obras ha pasado a la historia de la literatura). Ignoro las razones por las que Erice no se prodiga. Pero cada vez que coge una cámara, nos regala una sensibilidad, un meta-discurso sobre el cine y sobre la mirada, sobre la realidad y sobre la creación. Y sobre la mirada y sobre la creación va este documental con Antonio López. Y no digo sobre Antonio López porque no es un biopic documental, no es una obra que trate de la obra de...Es un fragmento, una hoja desprendida de un diario que recoge los meses que dedica Antonio López a la transcripción de un árbol de membrillo. Primero como óleo, después como dibujo. Lety, con sus pinturas, me ha hecho pensar en esta película, y a ella le dedico este post. Pintar no siempre es transcribir la realidad. Incluso diría que en el siglo XX y en lo poco que llevamos del XXI, pintar no es transcribir. A contracorriente, Antonio López ha construido su magnífica obra. Para mí, López es el otro gran pintor español del siglo XX. Pero para valorarlo, hay que ver la obra: verla. No valen posters o ilustraciones (ése es el gran obstáculo que tiene su obra para ser apreciada en nuestros siglos). Antonio López transcribe la realidad para darle eternidad, como se sugiere en el que podríamos llamar el epílogo de la película de Erice. La realidad no se trasciende a sí misma. Es fugaz, fútil, pasajera, incluso diría que es banal, y no tiene vida después de la vida. Es el arte o el pensamiento escrito quien dota a la realidad de trascendencia. Tanto el cine, que recoge las imágenes de una realidad siempre pasado, como la pìntura, que recoge con mayor o menor precisión la corporeidad que ha dejado de existir: jarras de leche de Vermeer, jarrones y manzanas, jugadores de naipes de Cézanne, frutas de Caravaggio... todo ello vivo y presente gracias al arte. Amores de poetas, dolores, angustias, magdalenas que metaforizan una infancia, retratos de artistas adolescentes...Sólo el arte. Sólo él. El único arte no realista es la música. Quizá el único sublime por sí mismo. Cuando se acaba el cuadro del membrillo, Erice nos muestra la futilidad del membrillo: membrillo que sirve para ser convertido en mermelada de la abuela, en objeto de curiosidad para los trabajadores (polacos) de la casa, que lo comen y que no quedan convencidos por su sabor. Es como una pera dura, insípida, dice uno de ellos, desdeñando el membrillo sobre la mesa. Para mí Antonio López merece un sustantivo, no un adjetivo, y el sustantivo es deslumbramiento. Porque su pintura es sustantiva y no adjetiva. El mundo de Antonio López es la pintura misma, más el tiempo. Su pintura tiene la cualidad de referirnos o remitirnos al tiempo que huye, modificándolo todo. Más que luz, más que formas, López captura ese tiempo mientras huye de o por encima de las cosas: cuerpos (sus magníficas esculturas desnudas de hombre y de mujer), lavabos, calles o terrazas. Su modestia y su sencillez humanas lo definen como el artista consciente de la limitación de sus posibilidades frente al objeto. Desde esa conciencia, López emprende las obras o las deja, si las circunstancias son imposibles de superar. Así, deja inconcluso su óleo del membrillero. Y lo hace sin amargura por el tiempo que ha pasado dedicándole su atención, sus precisas mediciones. Hay una frase casi zen en su diálogo con dos chinos que le inquieren sobre sus propósitos, sus técnicas y su modo de hacer. Les dice: Para mí lo más importante es estar junto al árbol, no la tela que pinto. López planta el árbol de membrillo. Cuatro años después, traza las líneas cardinales en su lienzo. Antes, ha puesto sus hilitos: ha colocado sus coordenadas espaciales y su plomada en el centro. Ha dibujado en la barda de su casa la línea del horizonte. Ha clavado dos señales en la tierra para saber desde dónde, exactamente, va a pintar (fijando así el punto de vista). Y ha preparado la tela. Comienza a pintar directamente, sin bocetar. Poco a poco, desde el centro, va surgiendo el membrillero, y poco a poco, López va tocando con su pincel y su blanco los puntos de referencia: porque el membrillo no permanece inmutable: al pasar de los días y de las semanas, el arbolito va creciendo, va produciendo y sus ramas van descendiendo por el peso de los frutos. López va bajando también los trazos de su pintura, acompañando al membrillero, pintando más abajo, desplazando también lo que ha ido pintando más arriba: sus membrillos, sus ramas, sus hojas en el lienzo también descienden. centímetro a centímetro; López pinta al mismo tiempo el membrillo y el tiempo, el esplendor frutal del delgado arbolito, su esplendor creativo. Su casi asombrosa fecundidad. Erice, mientras, filma a Antonio López, filma también a los obreros que trabajan en la casa. Ellos también acuden a su trabajo cada día. Lo contemplan de lejos, para apreciar mejor, como Antonio va pintando el membrillero. Buscan, con sus martillos, su cemento, su igualador, la perfección de la obra. Ellos también saben que su obra va a perdurar: es una casa. Esta narración paralela es puro didactismo refinado: el artista es un obrero del arte. El obrero es un artista si se afana por hacer las cosas bien. Ambos trabajan la materia. Las manos y la cabeza en armonía con la idea: el objetivo final: la obra. Destaco la espléndida banda sonora de esta película, a cargo de Pascal Gaigne ¡Ese violoncello que sale de las entrañas! Víctor Erice, El sol del membrillo. Antonio López en una película de Víctor Erice, 1992, Edición de coleccionista. 2 discos. Rosebud, 2004. He tomado la mayoría de las imágenes de aquí (donde además encontraréis mucha información sobre la peli). |